El lobo


Tiempo atrás, antes de que ocurriese … aquello, en los días en que el horizonte era solo una línea eternamente cambiante, el lobo tuvo una manada.

La manada siempre había estado allí, de una u otra forma, como parte de él y él como parte de ella. No siempre físicamente, pero si como una presencia que le acompañaba cuando se escapaba hacia la soledad de las brañas, el arrullo de los saltos de agua o la crudeza de los vientos y las tempestades de la viejísima mar. Podía confiar en que, cuando la soledad diese paso a la compañía, los suyos estarían allí igual que el los haría cuando ellos le buscasen o necesitasen. 

En aquellos tiempos la necesidad de muchos siempre se ponía por delante, con cariñoso respeto por el compañero, de los deseos de uno. Se recorrían millas al trote para una cacería en grupo y se dejaba vivir a las presas mas codiciadas en pro del placer de compartir un bocado mundano con un viejo camarada.

Aquello no ocurrió de repente, nadie se dio cuenta de que ocurría, salvo por esas pequeñas cosas, insignificancias facies de ignorar, que sin remedio alguno se apilaron una sobre otra. 

Un día, mientras el lobo saltaba de piedra en piedra en los pastos altos, esquivando los charcos aparecidos tras la lluvia, se resbaló y cayó al agua helada. Un latigazo, como un extraño chispazo, recorrió su piel, haciéndole saltar fuera del agua en lugar de atravesar la charca como normalmente habría hecho, unos pocos metros a nado hasta la orilla opuesta, para continuar la exploración al otro lado.

"Es el frio" pensó. 

Pasadas un par de lunas docenas de eventos similares habían restringido sus movimientos hasta dejarle, imperceptiblemente, atrapado en un bosquecillo de encinas. 

"Aquí no se está mal" pensaba, y no abandonaba el lugar. 

Una mentira piadosa, por supuesto, ya que no podía acercarse siquiera a los límites de la foresta. Densas zarzas limitaban el lugar, cada vez mas abundantes sus larguísimas frondas espinadas, que colgaban amenazantes de las ramas, haciendo extraños juegos de luces y sombras con el pasar del sol en el firmamento.

Encerrado en ese bosque de sombras, el lobo no se percató de como se desdibujaban las cosas.

Un día, engañado por el juego de las luces que se colaban entre las vides colgantes, mató una pequeña gama blanca sin saber que era. Mientras saciaba su hambre con la carne de esa figura blanca y ceniza, pensó:

"Debía ser una cebra."

Pues el lobo había sido un ser de mundo y había conocido los nombres de muchas cosas.

"Si estoy devorando una cebra, debo ser un león."

Y así durante unos días el lobo fue un león, hasta que eso también se le olvidó.

Otro día, hambriento, vio una ardilla escondiendo las pocas bellotas que, con esfuerzo, había conseguido en ese extraño bosque. El pequeño animal vio a su vez al lobo y el hambre en sus ojos, sintiendo el peligro huyó. 

"Alimento."

El lobo se lanzó hacia los frutos y los devoró con ansia.

"Esto me alimenta, debo ser una ardilla."

Entonces el lobo fue una ardilla, se subió a las ramas mas bajas del encimar y rodeado de las zarzas que las envolvían, la ardilla durmió.

Herido, se despertó e intentó zafarse de las espinas que se habían agarrado a su piel, cayó de la rama sin saber por que había subido y se arrastró hacia una charca cercana.

"Tengo sed, beberé."

Se vio reflejado, sin saber quien o que le de devolvía la mirada desde allí abajo, al otro lado del suelo. 

"Pobre animal perdido, se le ve en la mirada, sea quien sea le deseo lo mejor."

Confuso por la visión de aquel ser, famélico y herido, con unos ojos tan cansados que parecían no contener ya ni el mas mínimo retazo del alma de la que antes fueron espejo, se tumbó a descansar.

"Estoy cansado."

Era solamente eso, estaba cansado.

No pasaba nada más, todo se solucionaría con una buena noche de sueño.

Si dormía bien podría salir de ese bosque...

Saldría...

Haría....

En cuanto descansase bien.

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