Era saber, era pensar

Siempre lo habías visto como un sistema concéntrico de murallas circulares que protegían la ciudadela interior. Más adelante viste que tu sistema de defensa era bastante similar al de Minas Tirith y te pareció un símil apropiado.

No recuerdas muy bien cuándo empezaste a construir la muralla exterior, la más antigua. ¿Dieciséis años? Recuerdas cómo cargaste los pesados bloques de caliza montaña abajo. Fue duro, fue doloroso, fue difícil, fue necesario. Hubo saqueos a la ciudad antes de eso y también después. 

Construiste más murallas. Cada nueva muralla era más alta, más dura, más resistente, más infranqueable. A veces las tenías que construir demasiado deprisa, el peligro de invasión enemiga era grande y tuviste que hacer sacrificios. Partes de la ciudad fueron perdidas sin remedio, reclamadas por el invasor para hacer ciénaga con ellas.

La Ciudadela fue menguando, sus habitantes muriendo y las incursiones cada vez menos frecuentes, pero más devastadoras. Cada pérdida era un familiar, un amigo...

Había grietas en las murallas, tú lo sabías. Grietas visibles para el ojo experto. No te preocupaba demasiado, nunca abundaron los dueños de ojos expertos, hacía tiempo que estaban en peligro de extinción. Y, sinceramente, si eran capaces de ver las grietas tal vez fueran merecedores de colarse por ellas. 

La mayoría de la gente se quedaba pegando gritos en el exterior o tirando guijarros hasta que bajabas el puente. 

El problema era que cada vez había menos objetos de valor en la Ciudadela. Menos por lo que mereciera mantenerse en pie y luchar. En la retirada te habías visto obligada a dejar cosas atrás, cosas importantes. En las noches oscuras, noches como esta, te sentabas y mirabas el fuego de tu habitación. Ya casi se había extinguido. 

Tu reino, aquel vergel lleno de posibilidades de otra hora, no era más que un recuerdo, una pobre sombra de lo que fue.

-Fueron sacrificios necesarios - te repites-. Había que hacerlo. 

Te adaptaste como buenamente supiste. Reformaste. Un bargueño por aquí, los escudos de armas por allá y tu antiguo castillo remodelado a pequeño apartamento unifamiliar ya volvía a ser un lugar habitable. 

Pero había algo que te quitaba el sueño las noches frías de invierno y era pensar y era saber. 

Era pensar que algún día no habría espacio a donde replegarse, no habría salón o dormitorio en el que hacerse fuerte, serías vencida totalmente por una fuerza amiga o enemiga mayor que tú misma y no podrías hacer nada para evitarlo. 

Era saber que, cuando ese día llegara, que llegaría, cuando ese día llegara... la última molécula de tu esencia, de lo que te hacía ser quien eras, habría desaparecido para nunca volver. 

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