El Legado



Han pasado ya trescientos cincuenta y siete años en ese mundo inhóspito, cruel, despiadado, y que tanto había reclamado de aquellos que lo colonizaron originalmente. Es otra vez, el momento de reunirse y celebrar lo que tienen, de recordar las bases de su comunidad y devolver a la tierra todo lo que esta les ha prestado. Las ancianas lo llamaban “completar el ciclo”, y hacen una seña sobre la frente y el corazón y con una mirada de orgullo, memoria y algo más, cada vez que lo dicen. Yiana, por su parte, solo sabe que este año ella es la elegida, aquella a quien han encomendado el gran honor de representar a la comunidad, así que se encamina lentamente hacia el templo para presentarse ante la anciana.

Casi ciento ochenta mil almas ocupan las colinas del templo, asientos improvisados apilando piedras y troncos durante años, más de los que lleva allí el pueblo, llenando las gradas de lo que parece un gran teatro. Son los hijos de los dos mil novecientos tres primeros, aquellos que llegaron de las estrellas despiadadas a un mundo desconocido, a una sorpresa en el vacío, y se han reunido como cada año. Yiana camina entre ellos, hasta el centro, hasta el altar de piedra negra, y se postra con la poca gracia que permite su avanzada preñez. La observa la estatua de la primera elegida, la doctora de la nave, Jera Sthendal.

El eclipse anual oscureció el cielo y todo se tiñó con aquella extraña penumbra conocida por todos. 

El bosque tras la estatua empezó a temblar sacudido por las pisadas de la bestia. 

El pueblo degenerado observó con horror la masacre litúrgica, oficiada por los mil hijos negros de aquella que hace pisar el suelo al andar.

La bestia, la gran cabra negra de siete ojos, se deleitó con el espectáculo banquete que su prole se dio con el sacrificio de carne, y sangre, y vida.

Yiana desaparece, devorada como moneda de cambio.

Otra vez. Otro año más. El pueblo de casi personas vuelve a sus casas, y olvida.

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