Lágrimas, sangre y ceniza
Lágrimas,
sangre y cenizas.
De entre todas las criaturas y estirpes mitológicas que
pueblan los montes y valles de Cantabria, hay pocas tan temibles como los
ojáncanos. Seres enormes, tan altos como una docena de hombres fuertes uno
sobre el otro, con cada mano y pie acabados en diez dedos y el cuerpo cubierto
de hedionda y mugrienta pelambre.
Por si fuese poco estos grotescos seres están coronados
por una cabeza de un solo ojo, que mira estúpido sobre una enorme y bulbosa
nariz, bajo la que sale una barba que, por suerte o milagro, cubre totalmente
la desnudez de estas bestias que desconocen la ropa. En esa pelambre es donde
se esconde el único punto débil de estos seres, un larguísimo pelo cano, blanco
como el marfil, oculto entre una mata de pelo, ramas, zarzas y hasta huesos que
dejan caer al comer.
Las ojáncanas, por su parte, son tan horrendas y brutales
como los ojáncanos.
Las ojáncanas, por su parte, son tan brutales y feas como
los ojáncanos. Si bien no son tan grandes como estos, tienen solo cinco dedos
en cada mano y pie, y dos ojos en el rostro, siguen siendo enormes y están
cubiertas de pelo negro. Sobre su cabeza crece una larga mata negra que cuelga
sobre la espalda, normalmente acompañada de sus dos larguísimos pechos, tan grandes
que cuelgan hasta el suelo y se los echan sobre los hombros para no tropezar
con ellos. Son criaturas obesas, que se dedican a perseguir a los niños que se
pierden en el bosque, que son su alimento preferido.
Y no es menos brutal la forma de reproducirse de esta
estirpe, pues, aunque tienen machos y hembras nunca se aparean. Tan odiosos son
que ni entre ellos mismos se soportan, por lo que la naturaleza ha tenido que
sobrepasar la repulsión que se provocan unos a otros. Cuando un ojáncano es
viejo y se acerca la hora de su último aliento, no muere de viejo. Otros
ojáncanos se acercan, oliendo la muerte de su semejante, y lo finiquitan a
garrotazos para después cargarlo hasta algún gran árbol, un roble o un tejo, y
enterrarlo a sus pies.
Pasados nueve meses saldrán del suelo unos grandes
gusanos amarillentos, que huelen a carne podrida, y una ojáncana se acercará al
lugar para recogerlos. Cargará con cuantos pueda y los amamantará con sangre,
pues tan pérfidas criaturas no pueden tener leche, hasta que crezcan en nuevos
ojáncanos y ojáncanas.
¿Cómo podría ninguno de estos seres, por mucho que
lejanamente parezcan humanos, sentir algo tan sutil como el amor? Difícilmente,
pues no son capaces de razonar siquiera para colaborar entre ellos, pero tan
improbable hecho ocurrió. Tal milagro requirió un ojáncano un tanto inusual.
Una criatura débil, expulsado desde las montañas hasta las vegas por sus
semejantes, a los que no lograba hacer frente Se dice que este ojáncano no mató
nunca a los pastores para robarles el ganado y que no destruyó nunca una
techumbre para devorar el maíz y la carne curada guardados en los pajares.
Vio este ojáncano un día a una joven llevando el poco
ganado de la a abrevar a una fuente. Al ver de lejos abrevar a las vacas se
animó el cíclope a robar tantos becerros pudiese para comer, pero quedó
plantado como un chaval, anonadado por el aspecto de la joven, a la sazón muy
hermosa.
Olvidando el ganado, su único sustento, la joven hizo lo
que cualquiera haría al ver a un ojáncano, y echó a correr atacada por el
pánico. Se encerró en su casa, atacada por el pánico, escondiéndose bajo la
mesa mientras afuera, cada vez más cercanas, se oían las pisadas del enorme
ser. El hedor se hacía más intenso al acercarse, entrando por las ventanas como
si, mas que aire, fuese un líquido denso. Segura de que el ser estaba fuera,
justo detrás de la puerta o de cualquiera de las paredes de la casa, esperando
para atraparla nada más se asomase, se mantuvo inmóvil, silenciosa. No se
atrevió a mover un músculo hasta bien entrada la noche, horas después de haber
oído a la criatura alejarse.
Al día siguiente fue, a buscar lo que quedase del ganado,
encontrando para su sorpresa todas las vacas a la puerta de su casa.
Ese mismo domingo, al salir de misa, todo el pueblo quedó
aterrado ante la llegada de un ojáncano. Todos supusieron que tal bestia tenía
intención de destruir el lugar en el día del señor, pues tal es su naturaleza,
así que el párroco ordeno rezar a aquellos con fuerza de espíritu y redoblar
con fuerza las campanas. El ruido actuó y la fortuna o la mano de Dios hicieron
retroceder a la criatura.
Un par de días después el ojáncano volvió a aparecer,
observando a la joven desde detrás de un sauce. Quiso la mala fortuna que una
anciana se acercase a lavar paños al rio y viese al ser, tan mal escondido
estaba, asustándose la señora hasta tal punto que cayó inconsciente allí mismo
y murió de terror ante la estampa de la bestia. La joven oyó el grito aterrado
de la anciana antes de desvanecerse y, viendo también a la criatura, huyó hacia
su hogar como si el mismo demonio la siguiese. Con el pasar de los días todo el
pueblo llegó a entender que la presencia de la criatura en el pueblo obedecía a
la presencia de la joven, y que no era especialmente peligrosa. Aunque tenían
que cuidarse de más con el ganado pues el ojáncano no había perdido el apetito.
Finalmente, al caer el verano, decidió el padre de la
joven que lo más sensato era mudarse a otro pueblo, lejos del peligro de la
bestia que con tanto ahínco la seguía. Decidieron vender lo antes posible las
vacas y comprar un carro y un buey para poder transportar sus escasos bienes
allá donde fueren y, ayudándose de ellos, ganarse la vida en adelante como
carretero. Emprendieron camino monte arriba, al sur, hacia Castilla donde las
sendas son llanas y los bosques repletos de bestias escasean. Mientras tanto el
ojáncano buscaba desesperado por el pueblo, entrando sin vergüenza alguna entre
las casas, levantando tejados y destrozando a su paso muros y tapias. Desconsolado
al no poder hallar a la joven objeto de su devoción. Al darse cuenta de que su
amada no se encontraba ya allí, la criatura montó en cólera y cargó contra todo
lo que estaba a su alcance. No pocos fueron los que, en la desesperación del
ojáncano, murieron accidentalmente bajo cascotes o directamente aplastados bajo
los pies del ser. Finalmente, el ojáncano dio con el rastro de la joven y, cual
sabueso fiel, echó a correr por el camino tras de ella.
Padre e hija huían con relativa tranquilidad, sintiéndose
a salvo gracias a la distancia ganada en los dos días que habían pasado desde
que dejaron su antiguo hogar. Habían estado viajando de sol a sol, tanto como
podían exprimir las fuerzas el animal tirando del vehículo. Por suerte era una
carretera poco transitada y el viaje se resolvía rápidamente, razón por la cual
se extrañaron cuando, comenzando la subida hacia una braña, el buey empezó a
mostrase nervioso.
Una hora más tarde un estruendo demostró el porqué de la
inquietud del animal, cuando un ojáncano apareció desde el valle, atravesando
el bosque y llevándose varios árboles por delante. En ese momento el animal dio
un tirón y arrancó las bridas de las manos de la joven, huyendo con el carro
tras de sí y tirando al hombre del susto.
Viendo a su hija en manos del destino, el hombre echó a
correr tras el carro mientras el buey aceleraba más y más y la joven se
agarraba con todas sus fuerzas al pescante del carro para no caerse. Con los
ojos fijos en los maderos del vehículo, no vio como el ojáncano atravesaba el
camino a la carrera y pasaba por encima de su padre.
Al ver a su deseada moza a tiro el ojáncano estiró la
mano intentando sacarla del carro. El buey actuó por puro instinto, manteniendo
el paso y, de alguna forma, esquivando al ojáncano e internándose en el bosque,
salvando a la muchacha hasta que una rueda se atascó entre dos piedras y quedó
inutilizada.
Ahora cerca de la moza, el ojáncano se calmó y redujo el
paso, intentando alcanzarla con la mano y sacarla del carro. El buey, actuando
por puro instinto, mantuvo el paso y de alguna forma mantuvo el carro en
movimiento internándose cada vez más en el bosque, hasta que una rueda se
atascó entre dos grandes peñas del suelo. Viéndose acorralada, la joven decidió
apostar correr hacia la espesura y buscar un lugar donde esconderse y pasar la
noche.
Con las últimas luces del día se vio un enorme roble, con
un gran hueco fruto del impacto de un rayo, tiempo atrás. Esta oquedad, lugar
de refugio de alimañas y duendes durante siglos, nunca había acogido a una
mozuca asustada y temblorosa. El calor del pequeño cuerpo pasó a la madera al
pegarse la joven al fondo del hueco, huyendo del ojáncano que buscaba en la
noche olfateando como un gran sabueso.
El miedo y las lágrimas de la mozuca resucitaron en la vieja
madera el recuerdo de aquellos días, siglos atrás, cuando los sacerdotes y
druidas sacrificaban caballos, ciervos y jóvenes, regándole con su sangre. Alimentada
por el calor de la moza, la savia del viejo roble se encendió y las paredes del
espacio se vivificaron, abrazando a la muchacha. Queriendo arroparla, la madera
latía con una extraña vida, provocando en aquella alma inocente que quería
proteger un miedo aún mayor. Por su parte, el cíclope, sintiendo a su objeto de
deseo oculto en aquel extraño árbol, comenzó a aporrearlo. El temor crecía por
segundos en el corazón de la joven, haciendo que la madera se volviese más y
más vivaz intentando protegerla.
En uno de los momentos más trágicos de todos los que vio
o verá esta tierra, la madera terminó aplastando a la moza al intentar calmar
su miedo. La presión de la madera pulsante acrecentó el terror, haciendo aún
mas apretado ese letal abrazo. Las venas del árbol se llenaron con la sangre de
la joven, cuyo cuerpo cedió bajo el impulso de la savia.
El árbol supo entonces…
Solo quedó el corazón de la joven, ahora corazón del árbol
ardió impregnado de miedo, furia, frustración, rabia, pena. La sangre humana en
las venas del Roblón hirvió y animó las ramas del antiguo árbol. Las raíces se despegaron
del suelo, descomunales brazos de madera atacaron al ojáncano que, asustado por
primera vez, vio al mismo bosque volverse en su contra. En los registros de la
época quedó apuntada esa noche, pues en la montaña resonaron ecos de los
bramidos del ojáncano al ser finiquitado por el Dios del Bosque.
El Roblón estuvo recorriendo los montes durante décadas. Traumatizado
por las circunstancias de su renacimiento, las revivía una y otra vez. Cuando
estaba en calma era el hogar de duendes y pájaros, que anidaban en sus ramas
mientras deambulaba. Pero cuando la furia y la pena le asaltaban, destrozaba
bosques enteros, matando de igual modo a ojáncanos, lobos, trasgos y quien se
cruzase en su camino. Por encima de todo fue un gran enemigo de los pastores y
los leñadores, a los que simplemente aplastaba si se ponían en su camino, y
destrozaba sus cabañas lanzándoles grandes piedras desde los riscos.
Hay quienes dicen que, tras ver la destrucción que
causaba, un musgoso, un espíritu benévolo del bosque y siempre amigo de los
pastores, explicó a una cuadrilla de leñadores que debían hacer para pararlo.
Otros dicen que el musgoso en realidad se apiadó de la pobre criatura y quiso
acabar con su sufrimiento.
Durante todo un año se estuvo trabajando, construyendo
con troncos caídos, tierra y grandes piedras una presa, con gran cuidado de no
hacer ruido alguno de herramienta que llamase al Roblón. Acabada la obra se
creó un gran lago en un lato y un canal hacia un llano. Entonces empezaron los
hombres a hacer ruido de hachas y canciones mientras talaban todos los árboles
del valle, pues les había dicho el musgoso que el roblón es un protector del
bosque y les atacaría por ello. Al llegar la noche, no viéndose las dos teas
ardientes que tenia el Roblón por ojos u oyendo el retumbar de sus pasos,
encendieron todos estos en una gran hoguera cuyo humo se vio desde la mar y los
Picos de Europa y desde todas partes de Cantabria, y rápido oyeron entonces el
retumbar de la carrera furiosa del árbol viviente y huyeron a refugiarse.
Tan obcecado estaba el roblón en apagar a manotazos la
hoguera que no oyó como el agua se precipitaba, arrastrando todo consigo, monte
abajo. Y aunque sus ramas llegasen el doble de altas que las del resto de
árboles, no pudo nada contra la ola que le sobrevino. El agua y el fango le
entraron por la boca y apagaron sus ojos, ahogando el furibundo fuego que le
consumía por dentro y le impulsaba.
Cuentan que se hizo una gran pila de leña de su cuerpo y
se perdió fuego a esta hoguera, para que no quedase madera alguna que pudiese
rebrotar. Esta hoguera ardió todo el invierno, lloviese o nevase, dando calor al
valle como si fuese primavera. Llegada semana santa se acercaron los hombres a
la pila de cenizas y rescoldos y encontraron entre ellos un corazón de piedra.
Era el de aquella joven que, una noche, se escondió aterrada en las entrañas de
un viejísimo roble, y la magia antigua había convertido en un carbón tan duro
que siquiera era capaz de arder, en una roca tan densa como para albergar su
sufrimiento sin romperse.
Siempre me ha interesado la mitología y ésta me parece muy buena forma de aprender sobre ella. Mezclar la propia mitología de un lugar con una historia de tu invención me parece una muy buena forma de aprender, aunque ese no fuese el objetivo.
ResponderEliminarUn poco si que lo era. ^^
EliminarAyy esas Xanas...
EliminarEn Cantabria creo que tienen otro nombre. ¿Mozinas de agua?
EliminarSi señora, las xanas de la mitología asturiana parecen estar mas cerca de lo que aquí llaman mozucas del agua, mientras que las anjanas son seres más parecidos a hadas con caracteres casi angelicales.
EliminarNos tienes que decir si tenéis mitología por esas tierras del este, Mario. Supongo que sí, estando tan cerca la montaña es más fácil que haya mitos y leyendas. ^^
ResponderEliminarpues ni idea, supongo que si, peo ahora no caigo....
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