El viaje. V

VIERNES

En la incomodidad propia del viaje tras la escisión de parte de la comitiva, Raul adivina una multitud de formas en la distancia. Noa sale de la carreta para poner un par de ojos más en el horizonte, y sorprendida por el espectáculo, dice:

-Bisontes, cientos de ellos.
-Cacemos alguno, echo de menos la carne de verdad – responde Raul.
-No se come carne en viernes. ¿Es que en tu tierra no aprendéis nada en misa?
-Tranquilo, no asustaremos al padre Samuel con esa barbarie, pero no hará daño aprovechar la oportunidad y cargar en el carro una de esas moles de carne.

El camino continua, cada vez más cerca de la manada. Mientras, Raul mantiene a los bueyes en su camino y Josuah y Noa se aseguran de que las cuatro armas que cargan en la carreta están a punto. Al cabo de un par de horas alcanzan las proximidades de la multitud de bestias y detienen a los bueyes, en el otro carro el padre se sobresalta y detiene también a la yunta de tiro que lo impulsa. Mientras éste pregunta por las razones de la parada los tres hombres del otro vehículo saltan a tierra. Avanzan decididos pero con precaución, intentando acechar como los cazadores que no son.

El sacerdote mantiene las riendas del carro tensa. Mientras, Laura y Ethel salen del interior del vehículo para observar las evoluciones de los tres hombres armados, y Hienieya duerme en el interior. Rechazando la violencia inherente a la cacería, con ese gesto que tienen los padres a veces cuando sus hijos hacen chiquilladas, Samuel entra junto a la durmiente mestiza para rezar, pero antes de que pueda completar el primer verso oye a la mujer inconsciente comenzar a hablar:

-Vive el Gran Espíritu en la llanura, en sus miles de cuerpos, y no regala su carne.
-Los antepasados aprendieron a ofrendar cereal al Gran Espíritu antes de partir en su persecución, pobres locos, no saben nada.
-El Gran Espíritu tomará el pago por su carne, en carne de los hombres.

Los tres hombres se acercan, apuntan, y disparan. Antes de que puedan reaccionar los búfalos están cargando contra ellos. Una segunda ronda de disparos ataca a la avalancha de cascos que se acerca a los cazadores, dos caen contra el mismo animal y lo derriban, pero su velocidad le hace rodar y caer. La estampida no reacciona ante esta baja a tiempo, y varios chocan y se tropiezan, ruedan unos sobre otros, y cuando la situación se tranquiliza Noa ha muerto bajo docenas de kilos de carne y pelo, y Josuah profiere alaridos de dolor, con ambas piernas quebradas.

Cuando Raúl vuelve, con el lesionado a la espalda, tanto Laura como Ethel corren a prestar ayuda. El sacerdote sale para comprobar que había ocurrido y, al ver la situación, queda inmóvil, mudo, con la mirada vacía puesta en el infinito.

Las mujeres curan las heridas de Josuah. Raúl descuartiza y carga uno de los búfalos abatidos. Hienieya despierta al llorar en sueños. Y el padre Samuel, una vez recuperada su compostura, cava una tumba para Noa. Mientras rellena el hueco, palada tras palada de tierra sobre el cadáver, el sacerdote recita una letanía.

-Nacida de dos mundos, del pecado entre dos poderes, ella abrirá las puertas. Antes de que cante, y conmueva las almas de los que moran más allá, aquel que porte la voluntad del Señor deberá abatir su carne mortal. Pero el guardián, aquel que la acompaña en su viaje, caerá como el sabueso que es, y abatirá al justo.
-Oh Señor, dame fuerzas. Permíteme hacer este sacrificio en tu nombre.


Tras recitar la letanía tantas veces que pierde la cuenta, terminando de rodillas sobre la tumba recién soterrada, reza un padre nuestro y vuelve a su lugar en la carreta. Con uno menos, el camino sigue.


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