El viaje. III

MIERCOLES

Otro más de esos días que pasan de largo en la vida, con nada más que hierba en el horizonte. El sacerdote rezando su oscura letania, hora tras hora, no se sabe si intentando llevar el perdón o el pánico a las almas de sus oyentes. Hiénieya observa, desde su carreta, al español.  Acompañándola a ella y su herman viajan Josuah y Noa, los únicos restos de la comunidad que había visto nacer a las hermanas. Ethel dedica miradas poco amistosas a todas y cada una de las demás carretas de la caravana, en especial a la pareja de mujeres que miraban con tanto o más desprecio a su hermana.

[...]

Dieciocho atrás, cuando los negros vivían al servicio de aquel que solo llamaban “amo” aparecieron los salteadores. La mina se hallaba a rebosar de esclavos cuando los explosivos prendieron, encerrando a más de cien negros y a dos capataces bajo tierra. No se supo más de ellos. Las esclavas, así como algunos de los hombres más afortunados hasta entonces, se dedicaban al servicio, la cocina, y las labores del hogar. Pero su fortuna terminó ese día. Los asaltantes mataron a todo hombre que encontraron, y violaron a toda mujer que no opuso suficiente resistencia como para ser también asesinada. La sangre tiñó el suelo y los gritos empapaban la atmósfera. Al acabar el día los testigos fueron eliminados, y sólo se salvaron aquellos que se escondieron en los sótanos de la casa.

El amo, así como casi todos los blancos y el doble de su número en negros, se hallaban fuera de la finca, transportando una parte del mineral. Aprovechando la ausencia de gran parte de los hombres armados los indios robaron armas, caballos, víveres y hierro. Y como regalo inesperado dejaron encinta a la madre de Ethel, que sufriría un amargo embarazo plagado de fiebres y sueños, y moriría al dar a luz. Las últimas palabras de la pobre mujer fueron, “se llama Hienieya”.  Ante este hecho tan destructivo Obediah se volcó en la fe, aprendiendo a rezar del sacerdote que se aparecía por la finca cada semana para confesar a la mujer del amo.

[...]

Estos recuerdos perseguirían a los cuatro donde quiera que fuesen, pero aun así necesitaban intentar huir de ellos. Con la esperanza de que quien tuviese las riendas firmemente agarradas tuviese algún control sobre su propio destino, deseando que el camino encontrase un lugar en el que prosperar de nuevo, Noah mantenía el rumbo que habia marcado la rodada de la anterior carreta.

Cada uno de los integrantes del viaje tiene su historia, un puñado de recuerdos que le atan al pasado, Y sin que nada más que esos recuerdos, el hambre entre los exiguos bocados y los rezos del sacerdote ocupen las mentes de los viajeros, el camino sigue.




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