El viaje. I
LUNES
Los bueyes reciben su primer descanso del Viaje a la hora de comer, después de haber avanzado, a constante paso lento, desde el
alba. Mientras las bestias comen, delante de unos
cuencos escasamente cargados con tortas de maíz secas y carne salada, ocho almas
asisten al obligado sermón diario.
“Pecadores, Pecadores todos, hijos de la carne y herederos del legado de Eva. Arrepentíos de vuestra
existencia dedicada al placer y al vicio de la carne y el espíritu.”
“Rezad durante las largas horas de camino y dad gracias por
la posibilidad de redención. Rezad y dad gracias también al amanecer, por el
nuevo día que el Gran Señor os regala aunque no seáis merecedores de ello.
Rezad al anochecer y pedid al Gran Señor por el perdón para vuestras almas”
“Padre Inmortal, que diste al hombre su aliento, perdón por
el pecado de Adán. Somos tus fieles servidores y hacemos acto de
arrepentimiento ante ti por su pecado en el Jardín del Edén. Señor, tú que…… “
Raúl ignora al sacerdote, sumergido en sus recuerdos mientras la mirada se pierde en los detalles de la áspera ración. Había nacido en los
montes de Galicia, entre historias de brujas y espíritus. Dios nunca tuvo
fuerza en aquellos viejos montes empapados de mitos y supersticiónes. Qué
buenos recuerdos guardaba de su tierra, de vida dura pero feliz lejos de ese
“nuevo mundo” al que había huido.
Hiénieya, al otro extremo del grupo, le observa ensimismada. Un inesperado soplo de brisa hace que su
oscura piel, evidencia irrefutable de su ascendencia mestiza, se estremezca. Sus ojos oscuros, aun brillantes por el recuerdo de lo sucedido noches atrás, antes de verse envuelta en esa expedición, no consiguen evitar volverse hacia el joven de más allá del ancho mar. El recuerdo del español, de su
cuerpo, la pasión de aquella noche, antes de que fuesen descubiertos y ella
tuviese que huir, la impulsa. Cómo adivinar que acabarían compartiendo viaje.
Ethel, junto a Hiénieya, reza con una devoción que habría
enorgullecido a su viejo padre. Obediah se
había convertido a la fe del Sagrado Emperador, Rey de reyes, ya entrado en
años. Pero no por eso se había volcado menos en ella. Día tras día había rezado y hecho rezar a sus dos hijas, tanto la de piel oscura, sangre de su
sangre, como a la de piel tostada, fruto del pecado.
“…en el nombre del Único, del Todopoderoso, digamos amen.”
Y el coro reza “AMEN”
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