Patria

Ya que aquí somos cuatro gatos y estamos en confianza, os voy a contar algo que les sucedió a mis padres, una de tantas, en Barakaldo, año 92 o 93. Probablemente sabéis que, por el trabajo de mi padre, vivimos allí algunos años, durante los cuales adquirieron la costumbre de llevarme al colegio juntos todas las mañanas. Pues bien, un día se les acercó una persona (creo que la madre de algún otro niño) que les dijo disimuladamente: hacedme caso, no volváis a venir los dos, que al menos le quede uno.

Lo que fue la sociedad vasca en aquella época del atentado casi diario ha sido retratado magistralmente en Patria, la última novela de Fernando Aramburu, que regresa una y otra vez en sus novelas al “conflicto vasco” y lo hace con una calidad creciente, aunque va a ser muy difícil que supere el listón que se ha puesto esta vez. A partir de la premisa del enfrentamiento entre dos familias amigas en el pasado, una con uno de sus miembros asesinado por ETA, la otra con uno de ellos en la cárcel por haber pertenecido a ella, Aramburu realiza una radiografía muy precisa de lo que fueron aquellos años, representando en sus personajes las diversas formas en las que cada uno convivió con aquel sistema basado en el miedo, la amenaza y la imposición, desde la indiferencia hasta la militancia, desde la cobardía al enfrentamiento valiente.

La prosa de Aramburu es sencilla, alejada de florituras formales, de manera que uno no puede sino admirarse de la profundidad psicológica que alcanzan los personajes, y lo bien perfilados y explicados que quedan cada uno de ellos. Con una estructura que lo hace muy ágil, a través de capítulos cortos que se leen como pequeños cuentos de 4 o 5 páginas (Aramburu es un excelente cuentista, como podéis comprobar en Los peces de la amargura, también en torno al conflicto vasco) asistimos a un despliegue de talento narrativo abrumador, capaz de despertar en el lector la indignación y la impotencia, pero con espacio también para la ternura (Una pulsera de juguete, hilo de vidrio), la crítica (el país de los callados) e incluso un cierto humor patético (La pierna del cipayo, Ciruelas). Todo ello está contado con un verismo excepcional, casi costumbrista, prestando atención máxima a los diálogos, en los que se identifica perfectamente la forma de hablar del norte y que están salpicados de palabras y expresiones comunes en euskera.

Desde un punto de vista ideológico, es cierto, como he leído en alguna crítica negativa hacia el libro, el autor se posiciona al lado de las víctimas, lo cual, y sin intención de entrar en cuestiones ajenas a lo literario, parece un punto de partida justo para contar esta historia. Los terroristas, sin embargo, tienen un peso tan importante como sus víctimas, y están retratados de manera compleja y matizada. Sus convicciones y argumentos, y hasta las torturas, desfilan por las páginas de esta novela, pero mi impresión es que se les intenta comprender, pero en ningún caso justificar.

De lo que no cabe duda es de que estamos ante un libro inmenso, una obra maestra que servirá, ahora que afortunadamente la violencia parece haber terminado, para que lo ocurrió no caiga en el olvido.